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Vivos y muertos |
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Como
signos evidentes de esta radical separación entre la esfera de los
vivos y la de los muertos, en el Antiguo Egipto, donde se conservan
recintos amurallados como el construido en piedra caliza blanca y
una altura de 10 metros para rodear la necrópolis real de Sakkara,
erigida para dar sepultura a Zoser, el primer rey de la III dinastía,
en torno al 2700 a.C., el emplazamiento de las ciudades y las necrópolis
estaba sujeto a las creencias religiosas, fijando en la orilla derecha
del Nilo el asentamiento de las ciudades, en estrecha conexión con
la salida del Sol, garante de vida; mientras la orilla izquierda se
reservaba para las necrópolis, en sintonía con la puesta de sol que
simbolizaba la oscuridad y la muerte.
No obstante, la estricta división entre el espacio destinado a vivos y muertos será una constante en todas las civilizaciones de la antigüedad. Y en este sentido, el crecimiento demográfico en el medio urbano planteó, como en los tiempos recientes, un fenómeno de expansión, a consecuencia de la cual la necrópolis, otrora extramuros, terminaba por quedar embutida en el marco de la ciudad.
En aquellos supuestos, el abandono de la necrópolis fue ineludible e inmediato su traslado a otro espacio extramuros, tal y como sucedió en Micenas, antes de mediados del segundo milenio a.C., según ha desvelado la arqueología. |
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