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ROUSSEAU, J.J., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, I
"Parece en principio que, como los hombres en este estado no tenían entre ellos ninguna relación moral ni deberes conocidos, no podían ser buenos ni malos y no tenían vicios ni virtudes, a menos que, si tomamos estas palabras en un sentido físico, llamemos vicios en el individuo a las cualidades que pueden estorbar su propia conservación y virtudes a aquellas que pueden favorecerla; en cuyo caso habría que considerar más virtuoso a aquel que resistiera menos a los sencillos impulsos de la naturaleza. Pero sin apartarnos del sentido ordinario, viene muy a propósito que suspendamos el juicio que podríamos formar sobre esta situación y que desconfiemos de nuestros prejuicios hasta que, con la balanza en la mano, se haya examinado si hay más virtudes que vicios entre los hombres civilizados, o si sus virtudes son más ventajosas que funestos sus vicios, o si el progreso de sus conocimientos es una indemnización suficiente por los daños que se hacen mutuamente a medida que se instruyen con el bien que deberían hacerse o si, mirándolo bien, no estarían en una situación más feliz de no tener mal que temer ni bien que esperar de nadie sino el de estar sometidos a una dependencia universal y el de verse obligados a recibir algo de aquellos que no están obligados a darles nada.
Sobre todo no vayamos a concluir con Hobbes que, por no tener ninguna idea sobre la bondad, el hombre es malo por naturaleza, que es vicioso porque no conoce la virtud, que niega siempre a sus semejantes servicios que no cree deberles ni que, en virtud del derecho que con razón se atribuye sobre las cosas que necesita, se imagina locamente que es el único propietario del universo entero. Hobbes ha visto muy bien el defecto de todas las definiciones modernas del derecho natural: pero las consecuencias que saca de la suya muestran que la toma en un sentido no menos falso. Al razonar sobre los principios que establece, este autor debería decir que, como el estado natural es aquel donde el cuidado por nuestra conservación es menos perjudicial para la del prójimo, este estado es, por consiguiente, el más propicio para la paz y el más conveniente para el género humano. Y dice precisamente lo contrario, por haber hecho entrar a despropósito, en la preocupación por conservarse del hombre salvaje, la necesidad de satisfacer multitud de pasiones que son obras de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes"
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ROUSSEAU, J.J., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, II
"El primero que, tras haber cercado un terreno, decidió decir: Esto es mío y encontró a personas lo bastante simples para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Qué de crímenes, guerras, asesinatos, qué de miserias y horrores habría ahorrado al género humano aquel que, arrancando los potos o llenando el foso, hubiera gritado a sus semejantes: Guardaros de escuchar a este impostor; estáis perdidos si olvidáis que los frutos son de todos y que la tierra no es de nadie. Pero según parece, las cosas habían llegado ya al punto de no poder durar más así como estaban; porque esta idea de propiedad, que depende de muchas ideas anteriores nacidas sucesivamente, no se formó de repente en el espíritu humano. Se necesitaron muchos progresos, adquirir mucha industria y muchas luces, transmitirlas y aumentarlas de edad en edad, antes de llegar al término del estado natural. Volvamos a tomar las cosas desde más atrás e intentemos unir bajo un solo punto de vista la lenta sucesión de acontecimientos y de conocimientos, en su orden más natural"
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ROUSSEAU, J.J., Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, II
"He tratado de exponer el origen y el progreso de la desigualdad, el establecimiento y el abuso de las sociedades políticas, en la medida en que estas cosas pueden deducirse de la naturaleza del hombre por las únicas luces de la razón e independientemente de los dogmas sagrados que den a la autoridad soberana la sanción del derecho divino. De esta exposición se deduce que la desigualdad, al ser casi nula en el estado natural, saca su fuerza y su crecimiento del desarrollo de nuestras facultades y de los progresos del espíritu humano, y llega a ser finalmente estable y legítima por el establecimiento de la propiedad y de las leyes. Se deduce también que la desigualdad moral, autorizada únicamente por el derecho positivo, es contraria al derecho natural, toda vez que no ocurre en la misma proporción con la desigualdad física; distinción que determina suficientemente lo que se debe pensar, en lo que a esto respecta, de la clase de desigualdad que reina entre todos los pueblos legislados; puesto que manifiestamente va en contra de la ley natural, cualquiera que sea la forma en que se defina ésta, que un niño gobierne a un anciano, que un tonto dirija a un hombre sabio y que un puñado de personas rebose de cosas superfluas mientras que la multitud hambrienta carece de lo necesario"
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ROUSSEAU, J.J., Emilio, I
"Nacemos débiles, necesitamos ser fuertes, y al nacer carecemos de todo y se nos debe proteger; nacemos torpes y nos es esencial conseguir la inteligencia. Todo eso de que carecemos al nacer, tan imprescindible en la adolescencia, se nos ha dado por medio de la educación.
La educación nos viene de la naturaleza, de los hombres o de las cosas. El desenvolvimiento interno de nuestras facultades y de nuestros órganos es la educación de la naturaleza; el uso que aprendemos a hacer de este desenvolvimiento o desarrollo por medio de sus enseñanzas, es la educación humana, y la adquirida por nuestra propia experiencia sobre los objetos que nos afectan, es la educación de las cosas.
Cada uno de nosotros está formado por tres clases de maestros. El discípulo que en su interior torne las lecciones de los tres de forma contradictoria, se educa mal y nunca está de acuerdo consigo mismo; sólo cuando coinciden y tienden a los mismos fines logra su meta y vive consecuentemente. Sólo éste estará bien educado.
Según esto, de las tres diferentes educaciones, la de la naturaleza no depende de ningún modo de nosotros; la de las cosas está en parte en nuestra mano, y sólo en la de los hombres es donde somos los verdaderos maestros, aunque únicamente por suposición, porque, ¿quién puede esperar que ha de dirigir por completo los razonamientos y las acciones de todos cuantos a un niño se acerquen?
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ROUSSEAU, J.J., El contrato social, I, 6
"Supongo que a los hombres llegados a un punto en que los obstáculos que se oponen a su conservación en el estado natural vencen con su resistencia a las fuerzas que cada individuo puede emplear para mantenerse en ese estado. Entonces, ese estado primitivo no puede ya subsistir, y el género humano perecería si no cambiase su manera de ser.
Ahora bien, como los hombres no pueden engendrar nuevas fuerzas, sino solamente aunar y dirigir las que existen no les que da otro medio, para subsistir, que formar por agregación una suma de fuerzas que pueda superar la resistencia, ponerlas en juego mediante un solo móvil y hacerlas actuar de consuno.
Esta suma de fuerzas no puede nacer más que del concurso de varios; pero como la fuerza y la libertad de cada hombre son los primeros instrumentos de su conservación, ¿cómo los comprometerá sin perjudicarse y sin descuidar las atenciones que se debe a sí mismo?. Esta dificultad aplicada a mi tema puede enunciarse en estos términos:
'Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes'. Tal es el problema fundamental, cuya solución da el contrato social.
Las cláusulas de este contrato están de tal modo determinadas por la naturaleza del acto, que la menor modificación las haría vanas y de nulo efecto; de suerte que, aunque no hayan sido acaso nunca formalmente enunciadas, son en todas partes las mismas, en todas partes tácitamente admitidas y reconocidas; hasta que, violado el pacto social, cada uno vuelve a sus primeros derechos y recupera su libertad natural, perdiendo la libertad convencional por la que renunció a aquella.
Estas cláusulas, bien entendidas, se reducen todas a una sola: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad. Pues, en primer lugar, dándose cada uno todo entero, la condición es igual para todos, y siendo igual para todos, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás.
Por otra parte, dándose cada uno sin reserva, la unión es todo lo perfecta que puede ser y ningún asociado tiene ya nada que reclamar. Pues si les quedaran algunos derechos a los particulares, como no habría ningún superior común que pudiera fallar entre ellos y el público, siendo cada cual su propio juez pretendería en seguida serlo en todo, subsistiría el estado de naturaleza y la asociación llegaría a ser necesariamente tiránica o inútil.
En fin, como dándose cada uno a todos no se da a nadie, y como no hay un solo asociado sobre el cual no se adquiera el mismo derecho que a él se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene.
De suerte que si se separa del pacto social lo que no forma parte de su esencia, resultará que se reduce a los términos siguientes: Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo.
En el mismo instante, en lugar de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo compuesto de tantos miembros como votos tiene la asamblea, el cual recibe de este mismo acto su unidad, su yo común, su vida y su voluntad. Esta persona pública que se forma así, por la unión de todas las demás, tomaba en otro tiempo el nombre de Ciudad , y toma ahora el de República o el de cuerpo político , al cual llaman sus miembros Estado cuando es pasivo, Soberano cuando es activo, Poder cuando lo comparan con otros de su misma especie. Por lo que se refiere a los asociados, toman colectivamente el nombre de Pueblo , y se llaman en particular Ciudadanos como participantes en la autoridad soberana, y Súbditos como sometidos a las leyes del Estado. Pero estos términos suelen confundirse y tomarse uno por otro; basta saber distinguirlos cuando son empleados en su sentido preciso"
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ROUSSEAU, J.J., El Contrato social, II, 3
"Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública, pero no que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Se quiere siempre el bien, pero no siempre se sabe dónde está. Nunca se corrompe al pueblo. Pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es cuando parece querer lo malo.
Hay con frecuencia bastante diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general; ésta no tiene en cuenta sino el interés común; la otra busca el interés privado y no es sino una suma de voluntades particulares. Pero quitad de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, y queda como suma de la diferencia la voluntad general.
Si cuando el pueblo, suficientemente informado, delibera, no mantuviesen los ciudadanos ninguna comunicación entre sí, del gran número de las pequeñas diferencias resultaría la voluntad general, y la deliberación sería siempre buena. Pero cuando se desarrollan intrigas y se forman asociaciones parciales a expensas de la asociación general, la voluntad de cada una de estas asociaciones se convierte en general, con relación a sus miembros, y en particular, con relación al Estado; se puede decir entonces que ya no hay tantos votantes como hombres, sino como asociaciones. Las diferencias se reducen y dan un resultado menos general. Finalmente, cuando una de estas asociaciones es tan grande que prevalece sobre todas las demás, el resultado no será una suma de pequeñas diferencias, sino una diferencia única, entonces no hay ya voluntad general, y la opinión que domina no es sino una opinión particular.
Es importante, pues, para la formulación de la voluntad general que no haya ninguna sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine exclusivamente según su propio entender; esa fue la única y sublime institución del gran Licurgo. Si existen sociedades parciales, es preciso multiplicar el número de ellas y evitar la desigualdad como hicieron Solón, Numa y Servio.
 Estas precauciones son las únicas adecuadas para que la voluntad general se manifieste siempre y para que el pueblo no se equivoque nunca"
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ROUSSEAU, J.J., El Contrato social, II, 6
"Mediante el pacto social hemos dado existencia y vida al cuerpo político; se trata ahora de darle el movimiento y la voluntad mediante la legislación. Porque el acto primitivo por el cual este cuerpo se forma y se une no determina lo que debe hacer para conservarse.
Lo que es bueno y está conforme con el orden, lo es por la naturaleza de las cosas, independientemente de las convicciones humanas. Toda justicia viene de Dios, sólo Él es su fuente; pero si nosotros supiésemos recibirla desde tan alto no tendríamos necesidad ni de gobierno ni de leyes. Sin duda existe una justicia universal que emana sólo de la razón; pero esta justicia, para ser admitida entre nosotros, debe ser recíproca. Si consideramos humanamente las cosas, las leyes de la justicia son vanas entre los hombres por falta de sanción natural; no reportan sino el bien al malo, y el mal al justo, cuando éste las observa para con los demás sin que nadie las observe para con él. Son necesarias, pues, convenciones y leyes para unir los derechos a los deberes, y para que la justicia cumpla su objetivo. En el estado de naturaleza, en que todo es común, nada debo a quien nada he prometido; no reconozco que sea de otro sino lo que me es inútil. No ocurre lo mismo en el estado civil, en que todos los derechos están fijados por ley.
Pero ¿qué es entonces una ley? Mientras nos contentemos con atribuir a esta palabra ideas metafísicas, continuaremos razonando sin entendernos, y cuando se haya dicho lo que es una ley de la naturaleza no por eso se sabrá mejor lo que es una ley del Estado.
Ya he dicho que no existía voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, ese objeto particular está en el Estado o fuera del Estado. Si está fuera del Estado una voluntad que le es extranjera, no es general con respecto a él, y si este objeto está en el Estado, forma parte de él; entonces se establece entre el todo y su parte una relación que hace de ellos dos seres separados, de los cuales la parte es uno, y el todo es el otro menos esa misma parte. Pero el todo menos una parte no es el todo, y, mientras esta relación subsista, no hay todo, sino dos partes desiguales. De dónde resulta que la voluntad de una de ellas no es tampoco general con relación a la otra.
Pero, cuando todo el pueblo decreta sobre sí mismo sólo se considera a sí mismo, y si se establece entonces una relación es del objeto en su totalidad, considerado bajo un punto de vista, al objeto en su totalidad bajo otro punto de vista, sin ninguna división del todo. Por lo cual la materia objeto de decreto es general, al igual que la voluntad que decreta. A este acto es al que yo llamo una ley.
Cuando digo que el objeto de las leyes es siempre general, entiendo que la ley considera a los súbditos en cuanto cuerpo y a las acciones como abstractas, nunca a los hombres como individuos, ni a las acciones como particulares. Así, la ley puede decretar que habrá privilegios, pero no puede concederlos específicamente a nadie. La ley puede establecer muchas clases de ciudadanos, y hasta señalar las cualidades que darán derecho a formar parte de estas clases, pero no puede nombrar a éste o a aquél para ser admitidos en ellas, puede establecer un gobierno real y una sucesión hereditaria, pero no puede elegir un rey ni nombrar una familia real: en una palabra, toda función que se relacione con algo individual no pertenece al poder legislativo.
De conformidad con esta idea, es obvio que no hay que preguntar a quién corresponde hacer las leyes, puesto que son actos de la voluntad general, ni si el príncipe está por encima de las leyes, puesto que es miembro del Estado, ni si la ley puede ser injusta, puesto que nadie es injusto con respecto a sí mismo, ni cómo se puede ser libre y a la vez estar sometido a las leyes, puesto que no son éstas sino manifestaciones de nuestra voluntad.
Se advierte además que, reuniendo la ley la universalidad de la voluntad y la del objeto, lo que un hombre cualquiera ordena como jefe no es de modo alguno una ley; lo que ordena el mismo soberano sobre un objeto particular no es tampoco una ley, sino un decreto; no es un acto de soberanía; sino de magistratura.
Llamo, pues, República a todo Estado regido por leyes, bajo cualquier tipo de administración que pueda hallarse; porque entonces solamente gobierna el interés público y la cosa pública es algo. Todo gobierno legítimo es republicano; a continuación explicaré lo que es gobierno.
 Las leyes no son sino las condiciones de la asociación civil, y el pueblo, sometido a las leyes, debe ser su autor; sólo corresponde a los que se asocian regular las condiciones de la sociedad. ¿Pero cómo regularlas ¿Será de común acuerdo, mediante una inspiración súbita? ¿Tiene el cuerpo político algún órgano para expresar sus voluntades? ¿Quién le dará la previsión necesaria para levantar actas y publicarlas previamente, o cómo las pronunciará en el momento necesario? ¿Cómo una voluntad ciega, que con frecuencia no sabe lo que quiere, porque rara vez sabe lo que le conviene, puede acometer por sí misma una empresa tan grande, tan difícil, como un sistema de legislación? El pueblo quiere siempre el bien, pero no siempre lo ve. La voluntad general es siempre recta, pero el juicio que la guía no siempre es esclarecido. Es necesario hacerle ver los objetos tal y como son, y algunas veces tal y como deben parecerle; mostrarle el buen camino que busca, librarle de las seducciones de las voluntades particulares; aproximar a sus ojos los lugares y los tiempos; compensar el atractivo de las ventajas presentes sensibles con el peligro de los males alejados insensibles; enseñar a los unos a conformar sus voluntades a su razón, y enseñar al otro a conocer lo que quiere. Entonces, de las luces públicas resulta la unión del entendimiento y de la voluntad en el cuerpo social; el exacto concurso de las partes y, en fin, la mayor fuerza del todo. De aquí nace la necesidad de un legislador"
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ROUSSEAU, J.J., El Contrato social, II, 11
"Si se investiga en qué consiste el mayor bien de todos, que debe ser el fin de todo sistema de legislación, se verá que se reduce a estos dos objetos principales: la libertad y la igualdad. La libertad, porque toda dependencia particular es fuerza quitada al cuerpo del Estado, la igualdad, porque la libertad no puede subsistir sin ella.
Ya he dicho lo que es la libertad civil. Respecto a la igualdad, no hay que entender por esta palabra que el nivel de poder y de riqueza sea absolutamente el mismo, sino que, en cuanto al poder, éste quede por encima de toda violencia y nunca se ejerza sino en virtud del rango y de las leyes, y en cuanto a la riqueza, que ningún ciudadano sea suficientemente opulento como para comprar a otro, ni ninguno tan pobre como para ser obligado a venderse, lo que supone, por parte de los grandes, moderación de bienes y de crédito, y, por parte de los pequeños, moderación de avaricia y de codicia.
Esta igualdad, dicen, es una quimera especulativa que no puede existir en la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿implica que no pueda al menos reglamentarse? Es precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad, por lo que la fuerza de la legislación debe siempre tender a mantenerla.
Pero estos objetos generales de toda buena constitución deben ser modificados en cada país por las relaciones que nacen tanto de la situación local como del carácter de los habitantes, y es basándose en dichas relaciones, como se debe asignar a cada pueblo un sistema particular de institución que sea el mejor, no en sí mismo, sino para el estado a que está destinado. Por ejemplo: ¿Es el suelo ingrato y estéril, o el país demasiado pequeño para sus habitantes? Volveos del lado de la industria y de las artes, cuyas producciones cambiaréis por los géneros que os falten. Por el contrario, ¿ocupáis ricas llanuras y costas fértiles? En un buen terreno, ¿carecéis de habitantes? Dedicad todas vuestras atenciones a la agricultura, que multiplica los hombres, y desterrad las artes, que no harían sino acabar de despoblar el país, agrupando en algún punto del territorio los pocos habitantes que tiene. ¿Ocupáis costas extensas y cómodas? Cubrid el mar de barcos, cultivad el comercio y la navegación; tendréis una existencia brillante y breve. ¿No baña el mar en vuestras costas sino rocas casi inaccesibles? Permaneced bárbaros e ictiófagos, viviréis más tranquilos, mejor quizá, y seguramente más felices. En una palabra: además de las máximas comunes a todos, cada pueblo posee alguna causa para ordenarse de una manera particular, que hace su legislación apta para el sólo. Así es como en otro tiempo los hebreos, y recientemente los árabes, han tenido como principal objeto la religión; los atenienses, las letras; Cartago y Tiro, el comercio; Rodas, la marina; Esparta, la guerra, y Roma, la virtud. El autor de El Espíritu de la Leyes ha demostrado, con multitud de ejemplos, de qué arte se vale el legislador para dirigir la institución hacia cada uno de estos objetos.
 Lo que hace la constitución de un Estado verdaderamente sólida y duradera es que las convergencias sean tan respetadas que las relaciones naturales y las leyes coincidan en los mismos puntos y que éstas no hagan, por decirlo así, sino asegurar, acompañar, rectificar a las otras. Pero si el legislador, equivocándose en su objeto, toma un principio diferente del que nace de la naturaleza de las cosas, si el uno busca la servidumbre y el otro la libertad, uno la riqueza y el otro la población, uno la paz y el otro las conquistas, resultará que las leyes se debilitarán insensiblemente, la constitución se alterará y el Estado no dejará de verse agitado, hasta que sea destruido o cambiado, y hasta que la invencible naturaleza recobre su imperio"
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ROUSSEAU, J.J., El contrato social, IV, 8
"Hay, pues, una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al Soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel... Si alguien, después de haber confesado públicamente estos dogmas, se comporta como si no los creyese, sea condenado a muerte; ha cometido el mayor de los crímenes: ha mentido ante las leyes.
Los dogmas de la religión civil deben ser simples, poco numerosos, enunciados con precisión, sin explicaciones ni comentarios. La existencia de la Divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente; la vida futura, la felicidad de los justos, el castigo de los malos; la santidad del contrato social y de las leyes; éstos son los dogmas positivos. En cuanto a los negativos, los reduzco a uno sólo: la intolerancia, ésta entra en los cultos que hemos excluido"
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