¿Y cómo se puede componer una obra musical sin sonidos? Parece un contrasentido, sí, pero no lo es. Es una obra de esas que pertenecen a la corriente de arte indeterminado: en ella se nos pide que, durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, agudicemos el oído, que busquemos todos esos sonidos casi imperceptibles de nuestro alrededor. Esa cantidad de sonidos sutiles y tenues generados sin querer por la gente que nos rodea (respiraciones, suspiros, gruñidos), por la materia inerte del mobiliario (el susurro del aire acondicionado, el ventilador que gira, crujido de sillas, el frufrú de una cortina agitada por el viento) o incluso los sonidos del exterior del auditorio (pasos de gente por la calle, tráfico rodado, murmullo de la brisa entre los árboles, lluvia, borboteo de un arroyo, canto de un pájaro…)
…todos esos sonidos que forman parte de lo que denominamos sonido ambiente y que es lo que, con los ojos cerrados, hace que reconozcamos el lugar y la hora en la que estamos.
Es el azar el que determina en cada momento lo que escuchamos cuando escuchamos el silencio. John Cage únicamente nos invita que le prestemos atención. A que seamos conscientes de que existe un montón de sonidos de esos que no se pueden escribir en una partitura.
Aquí, como en la mayoría de sus obra, la idea, el concepto, es más importante que la composición en sí. De esta manera John Cage nos invita a que reflexionemos en la cantidad y riqueza de sonidos que componen eso que denominamos “silencio”.