«---Quincena 12 ª-. Siglo XVIII

El Siglo de las Ideas

El siglo XVIIII español, alejado de la brillantez formal, de la explosión imaginativa y lingüística del barroco, aparece ante los ojos de los lectores modernos —y aun a buena parte de los del siglo XIX- como carente de interés y significado, y se habla frecuentemente de las obras ilustradas como de una literatura fría y distante. Nada más lejos de la realidad.

Los hombres y mujeres del dieciocho son los primeros que merecen llamarse, con todo derecho, nuestros contemporáneos: alejados poco a poco del fanatismo religioso y de la cerrazón europea que significó el barroco, sus inquietudes se mueven lentamente hacia los ideales de la Ilustración según avanza el siglo. Así, veremos publicar obras ensayísticas que tienen como objeto analizar cuidadosamente los aspectos más dispares de la cultura española, aunque siempre en el campo de lo útil para el bien común: la agricultura, la educación, el aprovechamiento de los recursos naturales, los caminos, el transporte, el orden público y, cómo no, la literatura y el arte, que paradójicamente ven ensanchados sus horizontes a través del reglamentado mundo de las poéticas y las normas académicas.

El Siglo de las Luces será testigo de muchos y desconcertantes sucesos ante los que los literatos —entiéndase intelectuales- suelen responder con la defensa del conocimiento, la razón y los criterios científicos para analizar el mundo que les tocó vivir. Así, inauguran géneros que sirven de crítica y comentario a estos sucesos —como la prensa-, se preocupan de comunicar sus conocimientos con otros colegas, y para ello desarrollan vastamente el género epistolar, discuten y enuncian teorías en sus ensayos, recopilan saberes, palabras y conceptos en enciclopedias y diccionarios, se preocupan de cuidar, pulir y reglamentar la lengua, su gramática y la ortografía a través de la recién creada Real Academia Española de la Lengua y, en fin, aprovechan la gran afición popular al teatro, ya proveniente del siglo pasado, para intentar reinventar géneros como la comedia que se adaptará para educar y enseñar al numeroso público que llenaba los teatros.

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También fruto de esta decisión de saber universal aparece la literatura de viajes, y del siglo XVIII datan las primeras impresiones que de nuestro país obtienen los jóvenes nobles extranjeros que cumplían con el viaje europeo que incluía su formación como futura clase dirigente de sus países respectivos. También se hacen literatura los viajes de conocimiento, expedición y recuento de monumentos que se llevan a cabo dentro de la propia España, y que contarán con el apoyo decidido de la Corona.

Este conjunto de publicaciones verán la luz en las mejores imprentas y editoriales que había conocido el país. Impresores como Sancha o como Ibarra se preocuparán de llevar a cabo ediciones exquisitas de clásicos, que seguirán siendo de referencia durante todo el siglo siguiente. Aparecen Bibliotecas de uso público —como la excelente Biblioteca Real-, y las mejores casas nobiliarias presumen de llenar sus paredes con las novedades bibliográficas llegadas de Francia o de reciente aparición en España. Al tiempo, se organizan tertulias y veladas en palacios y casonas —excepcionalmente en fondas o librerías- que tienen como protagonistas la literatura, la música, la historia, la ciencia o la lengua, focos de donde arrancarán las Sociedades de Amigos del país y las distintas Academias, ambos proyectos característicamente dieciochescos y que serán patrocinados frecuentemente por el Rey.

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Todo esto supone un nuevo público, al que ya no se trata de agradar o entusiasmar —como en la época de Lope o de Calderón-, sino al que se pretende, ante todo, educar, formar y concienciar. Se trata de erradicar, para estos autores ilustrados, las supersticiones religiosas, las creencias erróneas arraigadas, transformar a hombres y mujeres, antes ignorantes, en ciudadanos conscientes de su utilidad social y protagonistas del futuro progreso del país.

No es menor el esfuerzo por racionalizar la fe religiosa, protagonista absoluta de la, entonces, historia reciente del país. En ningún caso se puede decir que, en el caso de España, llegaran nuestros ilustrados a las posiciones extremistas de los revolucionarios franceses, pero sí es indudable que se multiplican los esfuerzos por conjugar religión y ciencia o para desligar la religión de la superchería popular, esfuerzos que no siempre fueron comprendidos ni aplaudidos por las clases populares, pero que prendieron sin duda entre las sucesivas clases intelectuales y cultas del país que recogen el testigo a lo largo del siglo.

En ningún otro momento de nuestra cultura o nuestra historia literaria —con la posible salvedad de la II República- se ha intentado tanto y por tan distintos escritores enseñar y educar a las clases populares, mejorar sus condiciones de vida o formarles para ser ciudadanos responsables, felices y cultos aunque, obviamente, sin dejar de ser súbditos. En ese empeño se acumularon triunfos y fracasos, y la crónica literaria del Siglo de las Luces es también la de las ideas por las que lucharon sus autores.

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Un siglo de cambios

El siglo XVIII español arranca con un cambio de dinastía: los Austrias, reinantes en España desde comienzos del siglo XVI con Carlos I, dejan paso a los Borbones, de origen francés. El cambio no fue gratuito: una guerra civil que dejará —como siempre sucede en los conflictos internos- resentimientos y amarguras, éxitos y celebraciones, arrasa el país más allá de la primera década del 1700. La guerra fue apadrinada por Francia y por Inglaterra, que presentaban así sus pretendientes al trono: Felipe de Anjou por parte francesa y Carlos de Habsburgo por parte inglesa y austríaca. Finalmente, y al producirse la inminente coronación de Carlos como emperador del imperio austríaco, Felipe ascenderá al trono español con el título de Felipe V. La paz de Utrecht, que dejó los intereses españoles en clara desventaja, acabó con la Guerra de Secesión española. Se certificaba así la decadencia española, profunda durante el XVII, innegable ya durante el siglo XVIII, en el que la política de la Corona española dependerá en enorme medida de los intereses y objetivos de Francia e Inglaterra, las dos grandes potencias europeas de la centuria.

El reinado de Felipe V fue largo (hasta 1746), y en él se cimentaron las bases del reformismo ilustrado: un centralismo fuerte —que acabó con los Fueros de Aragón y Valencia-, una menor dependencia de la nobleza, una remodelación del sistema de gobierno —antes mediante Consejos, ahora con Secretarías- y, en general, un moderado reformismo que nunca puso en duda sus atribuciones absolutistas. Se inicia así, con estas medidas, el camino hacia el despotismo ilustrado, la fórmula de gobierno característica de los Borbones durante el siglo XVIII.

El reinado del siguiente Borbón, Fernando VI (1746-1759), destacó por una excepcional situación de neutralidad ante los conflictos europeos, que se aprovechó para una importante recuperación y modernización del país. Bajo su reinado nacen y se educan la mayor parte de los intelectuales españoles ilustrados.

Carlos III (1759-1788) viene a ser considerado, con justicia, el prototipo de monarca ilustrado, y su actuación emprendedora se dejaría notar en el que se ha considerado uno de los reinados más provechosos de la historia española y, sin duda, el más trascendental del siglo XVIII. Rodeado de un auténtico equipo ilustrado para sus labores de gobierno, durante su reinado se acometieron los más importantes proyectos reformistas. La Casa Real apadrinó las Academias y Sociedades del País, se llevaron a cabo numerosos proyectos de obras de interés general y viajes de estudio científicos, se pusieron los cimientos para la dignificación de la educación pública no religiosa y, en fin, se aprobaron, acometieron o finalizaron obras públicas y edificios de indudable trascendencia (Paseo y Museo del Prado, Jardín Botánico, Casa de Correos en la Puerta del Sol y de la Aduana en Madrid, Puerta de Alcalá, etc.).

Carlos IV (1789-1808) cierra el siglo XVIII con un reinado accidentado y temeroso de las consecuencias de la Revolución Francesa (1789). De carácter débil y fuertemente influenciable, acabó prácticamente declinando sus obligaciones de gobierno en su primer ministro, Manuel Godoy, quien mantuvo una postura cercana a Francia, consolidada la Revolución, en los enfrentamientos con Inglaterra a causa del comercio colonial y las disputas territoriales europeas. La invasión napoleónica de España en 1808, y el profundo descontento de su ambicioso hijo —el futuro Fernando VII-, acabaron por precipitar el final de su reinado y abrir uno de los capítulos más vergonzosos de la historia de la realeza en las Capitulaciones de Bayona frente a Napoleón.

La ilustración: una nueva mentalidad

Ningún cambio de ideología o de cultura se produce bruscamente, ni está marcado por fechas simbólicas o cambios de siglo. Con todo, es innegable que un nuevo movimiento cultural se produce en toda Europa a lo largo del siglo XVIII, que no por casualidad es conocido como el Siglo de las Luces. Y es que desde principios de siglo se extiende un movimiento cultural por toda Europa —con Francia a la cabeza- en el que los aspectos barrocos de la cultura —los aspectos religiosos, los dogmas teológicos, la cultura de masas, etc.- dejan paso a una visión crítica de la historia y del hombre, de su situación en el Universo o a la importancia de la ciencia para descubrir los secretos de la Naturaleza. La razón protagonizará todos los pasos dados durante el siglo para investigar lo que nos rodea o para reflexionar sobre cuestiones políticas, para dirigir el progreso del hombre o, incluso, para rezar.

Las características generales de este movimiento, conocido como la Ilustración serán las siguientes:

  • El racionalismo domina la cultura y la ciencia: sólo el uso sistemático de la razón permitirá el avance de las ciencias y la sociedad.
  • El ser humano será protagonista de su futuro. Su vida ya no estará sólo en manos de Dios, sino también de su esfuerzo y valía.
  • El objetivo de la política será la felicidad y el progreso de los pueblos.
  • La educación es la clave de la cultura y de la felicidad.
  • La utilidad es la finalidad de las ciencias, las letras y el arte.

La aplicación de estos principios, con características distintas según países europeos, significó en España una nueva literatura y una concepción de la literatura distinta de los intelectuales y escritores:

  • El objetivo de las obras literarias es el didáctico, de ahí la desaparición durante el siglo de las novelas y las obras de ficción. El género en prosa preferido es el ensayo, que aparece en forma de artículo periodístico, informes, memoriales, etc. La literatura de ideas domina toda la producción.
  • La razón y la utilidad dirigen toda la actividad cultural. La poesía también responderá a esta llamada, y desaparece lo sentimental e íntimo para dejar paso a lo útil. La belleza se enmarca en la elegancia de la forma y lo decoroso de los contenidos.
  • El teatro es contemplado como la gran oportunidad para educar al pueblo llano. Se proponen reformas importantes tanto en el contenido como en la estructura de las obras teatrales. La propuesta no tendrá éxito hasta muy avanzado el siglo.
  • La actividad literaria y artística se desarrolla alrededor de las tertulias y las instituciones ilustradas (Reales Academias de la Lengua, de la Historia, de Bellas Artes de San Fernando, etc.).
  • Hacia finales de siglo se aprecia una clara tendencia hacia lo individual y sentimental que presagia el Romanticismo, tanto en prosa como en poesía.

La prosa ilustrada

Benito Jerónimo Feijoo: la curiosidad sin límites

El fraile benedictino Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) es uno de esos raros casos de escritores en los que se cumple simultáneamente su condición de precursor de nuevos tiempos e ideas con la de autor consagrado de ese mismo movimiento que anticipa. Su labor enciclopédica fue inmensa, y aunque no se puede esperar de su obra una profundización excesiva debido a la amplitud de la temática, supuso una renovación radical del panorama intelectual español en la segunda mitad del reinado de Felipe V (a partir de 1725).

Prácticamente no abandonó su Asturias natal en toda su vida, lo cual no le impidió estar al tanto de los adelantos y nuevas teorías ilustradas que circulaban por Europa, a los que accedió a través de numerosos libros. Tuvo numerosos problemas con otros escritores, autoridades y clérigos de la época, que no compartían sus puntos de vista acerca de la ciencia, la interpretación de la religión o cuestiones filosóficas, Incluso llegó a ser denunciado ante la Inquisición por aquellos que veían en las nuevas teorías una amenaza para su posición social o para el orden establecido.

Feijoo, con todo, acabó siendo ampliamente reconocido como uno de los grandes intelectuales del momento, y su nombramiento como consejero real por Fernando VI acabó con todos los recelos que provocaba el benedictino entre sus contemporáneos más conservadores. Sus obras más importantes fueron:

  • Teatro crítico universal: comenzó a publicarse en 1726, y culminó en 1739 con la publicación de su noveno volumen. A lo largo de esta extensa obra ensayística Feijoo insiste en lo que serán los grandes temas de su obra: la lucha contra las supersticiones, los horóscopos, contra una fe cristiana basada en falsos milagros y en la adoración absurda a las reliquias, la defensa de principios científicos aplicados a las Matemáticas o la Física y, en fin, multitud de temas tanto científicos como de actualidad en los que su vocación de ensayista se vio plenamente colmada en este género dieciochesco por excelencia. Supo compatibilizar igualmente su sabiduría científica con una profunda fe cristiana.
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  • Cartas eruditas y curiosas (1742-1760): se trata de cinco volúmenes que buscan, al igual que en el Teatro..., combatir los errores populares más frecuentes, esta vez con formato de carta, en un claro intento por educar al pueblo —y a todos los que quisieran escucharle- e intentar dar la luz del siglo a quienes vivían en la oscuridad de las costumbres y las creencias más ignorantes.
  • La siguiente cita pertenece al Teatro crítico..., y en él condena Feijoo las falsas predicciones de astrólogos y profesionales de los horóscopos:

    ¿Qué nos pronostican estos judiciarios [astrólogos] sino unos sucesos comunes, sin determinar lugares ni personas, los cuales (...) sería milagroso que faltasen en el mundo?. Una señora que tiene en peligro su fama (...), el feliz arribo de un navío al puerto, tratados de casamientos ya conducidos al fin (...), y otros sucesos de este género, tienen tan segura su existencia que cualquiera puede pronosticarlos sin consultar las estrellas; porque siendo los acaecimientos [acontecimientos] nada extraordinarios (...) es moralmente imposible que en cualquier cuarto de luna no comprendan [sucedan] algunos.

    La prosa ilustrada

    Gaspar Melcho de Jovellanos: El prestigio de la Ilustración

    Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) ocupa, junto con Feijoo, el lugar más destacado dentro de la prosa ensayística ilustrada. Su labor fue incansable, y escribió sobre cuestiones económicas, de agricultura, de espectáculos públicos, industria y costumbres, hábitos y políticas ciudadanas, educación, entre otros muchos temas... Ejemplifica, en este sentido, el saber enciclopédico característico de los ilustrados del reinado de Carlos III.

    Nace en Gijón en 1744 dentro de una familia acomodada. Estudia Leyes, y desempeña la magistratura en Sevilla y Madrid. Perteneció a las más importantes Sociedades de Amigos del País y Academias de la época, y para estas instituciones publica algunas de sus más importantes obras. Caído en desgracia con Carlos IV, que desconfiaba de los ilustrados por considerarlos cercanos a los revolucionarios franceses, es nombrado con posterioridad ministro de Justicia con el mismo monarca. Comenzada la Guerra de la Independencia, se incorpora a la Junta Central en apoyo de los patriotas sublevados. Muere poco antes de acabar la Guerra en 1811. Sus obras más importantes, casi todas ellas dentro del género del ensayo, son:

    • Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas: en este memorial propone Jovellanos una actitud mucho más liberal respecto a las diversiones populares, alejándose de posiciones conservadoras y puritanas. Igualmente, defiende el valor pedagógico y formador del teatro, en la línea de los principales autores neoclásicos.
    • Informe sobre la Ley Agraria: critica Jovellanos en este ensayo la acumulación de tierras en manos de nobles, así como las leyes que impiden el desarrollo de la economía rural, la endémica falta de cultura de los campesinos y la necesidad de la puesta en circulación de las tierras existentes, aunque sea mediante expropiaciones a la Iglesia y a grandes terratenientes improductivos.
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    La prosa de Jovellanos se caracteriza por su sencillez, su claridad, su tono pedagógico (el tema docente fue una de sus constantes en sus escritos), como se muestra en su Memoria sobre la educación pública, aunque tampoco está libre de cierta emoción íntima ante paisajes y situaciones —como se puede apreciar en sus Diarios- que anticipa el Romanticismo.
    Baste como ejemplo de la actividad ensayística de Jovellanos y de su claridad y sencillez expositiva, este fragmento del texto Sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencias, en el que, a propósito de la excesiva subdivisión de los estudios científicos en el país, critica el cansancio y aburrimiento que se provoca en los estudiantes:

    Así es como se le prolonga [a la juventud] el camino de la sabiduría, sin acercarla nunca a su término; así es como en vez de amor, le inspiramos tedio y aversión a unos estudios en que se siente envejecer sin provecho; y así también como se llena, se plaga la sociedad de tantos hombres vanos y locuaces que se abrogan el título de sabios, sin ninguna luz de las que alumbran el espíritu, sin ningún sentimiento de los que mejoran el corazón.

    La prosa ilustrada

    José Cadalso: nuevas sensibilidades

    José Cadalso (1741-1782) ejemplifica bien a las claras la ambigüedad de la prosa ilustrada, estéril en cuanto a lo que hoy consideramos novela, pero rica en contenidos ensayísticos —como Jovellanos- y epistolares —como Cadalso-, siguiendo este último una tradición dialogada que se remonta muy atrás en la literatura española y que, al tiempo, recoge el género de Montesquieu, autor francés ilustrado de principios de siglo.

    Educado en el extranjero y en el Seminario de Nobles de Madrid, se inclinó finalmente por su vocación militar, y participó activamente en las tertulias literarias más importantes del momento —como la de Salamanca, con Jovellanos, o la de la Fonda de San Sebastián en Madrid junto con Moratín (padre) . Después de pasar por distintas situaciones de aprecio o desapego oficial, en los que alterna campañas militares con destierros forzosos, muere en el asedio a Gibraltar a la edad de cuarenta y un años.

    Sus dos obras más conocidas en la actualidad, Cartas marruecas y Noches lúgubres, no fueron publicadas en vida del autor, que conoció un éxito rotundo con Los eruditos a la violeta (1772), una obra satírica que ridiculizaba a aquellos que querían presumir de cultos e intelectuales sin tener la formación adecuada, además de criticar los usos educativos del momento y su superficialidad. La referencia a la violeta tenía que ver con el perfume usado por los petimetres, jóvenes bien situados socialmente pero que carecían de más valores intelectuales que los de querer estar a la última moda francesa, fuese en su vestimenta o en los títulos más conocidos o vendidos en el país vecino que, por supuesto, no habían leído ni entendido.

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    José Cadalso: obras principales

    • Cartas marruecas (1789): se trata de la correspondencia mantenida entre tres personajes —dos marroquíes y un español- acerca de las impresiones de uno de los árabes, llamado Gazel, sobre la sociedad y la vida cotidiana de la España del siglo XVIII. El modelo se encuentra en Montesquieu y sus Cartas persas, de las que Cadalso tomó un formato que le permitía salir de la realidad española para adoptar un punto de vista —el de Gazel, de viaje por España- que facilitaba la crítica y la extrañeza ante unas costumbres y usos atrasados o contrarios al progreso para la mentalidad ilustrada. Los personajes, la excusa general para las cartas, son ficción, no así los hábitos y tradiciones que Cadalso pone en cuestión desde la más característica postura moderna para el siglo, la de buscar la utilidad, el bien común y la mejora de las condiciones de vida física e intelectual de los españoles.
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    • Noches lúgubres (1789-1790): se trata de una obra que tiene su génesis en el apasionado romance que vivió Cadalso con la actriz María Ignacia Ibáñez. Fallecida ésta de tifus a los veinticinco años, el desconsuelo del autor fue enorme, y se halla en la base de la obra, un conjunto de monólogos y situaciones dialogadas que anticipa el Romanticismo por temática y ambiente: un joven que acaba de perder a su amada proyecta desenterrar su cadáver para luego suicidarse. Las escenas en el cementerio, el ambiente nocturno y lúgubre y las pasiones desatadas por un amor perdido preparan el camino de los románticos, si bien en el propio seno de la Ilustración había aparecido desde un principio esta vertiente sentimental y emocional unida a la propia naturaleza del hombre.

    Uno de los argumentos frecuentes en la obra de Cadalso, como en la de tantos ilustrados, es la falta de preparación y la ineptitud cultural y productiva de algunos nobles. Así lo muestra en la carta LXVII (De Nuño a Gazel) de las Cartas marruecas:

    Noticias de literatura, que tanto solicitas, no tenemos estos días; pero en pago te contaré lo que me pasó poco ha en los jardines del Retiro con un amigo mío (y a fe que dicen es sabio de veras, porque aunque gasta doce horas en cama, cuatro en el tocador, cinco en visitas y tres en el paseo, es fama que ha leído cuantos libros se han escrito, y en profecía cuantos se han de escribir (...). Este tal, trabando conversación conmigo sobre los libros y papeles dados al público en estos años, me dijo: -He visto varias obrillas modernas así tal cual -y luego tomó un polvo y se sonrió; y prosiguió: -Una cosa les falta, sí, una cosa. -Tantas les faltará y tantas les sobrará... -dije yo. -No, no es eso -replicó el amigo (...): -Una sola, que caracterizaría el buen gusto de nuestros escritores. ¿Sabe el señor don Nuño cuál es? -dijo, dando vueltas a la caja entre el dedo pulgar y el índice. -No -respondí yo lacónicamente. -¿No? -instó el otro. -Pues yo se la diré. Les falta -dijo con magisterio-, les falta en la cabeza de cada párrafo un texto latino sacado de algún autor clásico, con su cita (...); con esto el escrito da a entender al vulgo, que se halla dueño de todo el siglo de Augusto materialiter et formaliter. ¿Qué tal? Y tomó doble dosis de tabaco, sonriose y paseó, me miró, y me dejó para ir a dar su voto sobre una bata nueva que se presentó en el paseo.

    La prensa ilustrada

    Nunca estrictamente considerado como una rama de la literatura, el periodismo arranca en el siglo XVIII con la aparición del primer periódico de edición diaria (El diario curioso, Erudito... de 1758) y, más adelante, con otros títulos que serán instrumentos de la erudición y la curiosidad ilustrada.

    Tres son los principales ejemplos de esta prosa periodística, destinada al consumo rápido de unos lectores que eran, en su mayoría, burgueses, funcionarios, militares, etc. En primer lugar, el Diario de los literatos (1737), una publicación que daba cuenta de las novedades bibliográficas españolas y, en menor medida, europeas del momento. El Pensador (1762) consistía en un largo ensayo por número sobre temática costumbrista. Pero es sobre todo El Censor (1781) la gran revista ilustrada; quincenal, colaboraron en ella Jovellanos, Meléndez Valdés, Samaniego, y otros grandes intelectuales del momento, siempre con la mirada crítica puesta en una inoperante nobleza, en el pensamiento ignorante del vulgo, o empeñados en difundir los principios científicos, filosóficos y económicos de la Ilustración. Como se afirmaba en uno de sus números, "Es menester curar las ideas antes de hacer la guerra a las costumbres”. Los números se publicaban en forma de Discursos —que hoy entenderíamos como pequeños y breves ensayos-, y no es extraño que el periódico tuviera problemas con la Inquisición y las autoridades, pues no se ahorraban palabras duras ni adjetivos descalificadores cuando los ideales ilustrados estaban en juego:

    El más humilde artesano, el más pobrecito oficial atareado al trabajo para servir a los demás, y no vivir a sus expensas, es para mí más apreciable y me parece más digno de un verdadero honor que un Caballero el más ilustre, el más honrado, el más rico, pero al mismo tiempo ocioso e inútil.

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    La poesía ilustrada

    Meléndez Valdés: la poesía del siglo

    Juan Meléndez Valdés (1754-1817) es el mejor y mayor exponente de la poesía del siglo XVIII. Nacido en un pueblo de Extremadura, en una familia acomodada de labradores, se traslada pronto a Madrid para cursar estudios. Ingresa después en la Universidad de Salamanca donde estudia Leyes y dará clases después de su licenciatura. Es entonces cuando toma contacto con el grupo ilustrado de Salamanca, al que pertenecían Cadalso, Jovellanos y Tomás de Iriarte. Este contacto será fundamental para la evolución de su poesía, su pensamiento, y su trayectoria personal. Ingresa finalmente en la carrera judicial, y desempeñará destinos en Zaragoza, Madrid y otras ciudades antes de caer en desgracia, a la par que Jovellanos, y ser desterrado por Carlos IV en algunas localidades castellanas. Se encontraba en Madrid poco antes de la invasión francesa en 1808, y, tras algunas dudas y vacilaciones, acepta el cargo ofrecido por José Bonaparte como Ministro de Educación. Acabada la guerra, esta colaboración con el ejército de ocupación le significaría el destierro en 1813. Murió en Montpellier en 1817.

    La obra de Meléndez Valdés recorre las tres corrientes principales de la poesía del siglo: la anacreóntica, la ilustrada y la prerromántica, si bien las dos primeras son constantes a lo largo de su obra.

    La poesía anacreóntica es, junto con la ilustrada, la más característica del siglo, y tiene como temas la sensualidad, lo breve, el amor tomado como juego inocente, la belleza femenina, la naturaleza descrita idealmente, lo bucólico y pastoril, la fiesta, los placeres sensuales, etc., todo ello con un vocabulario rico en diminutivos, con un léxico amable y suave colorido. La métrica suele ser breve, en arte menor, y con muy distintas combinaciones estróficas. Meléndez Valdés es el máximo representante de esta poesía, de gran éxito durante el dieciocho, y no abandonó el género en toda su vida poética.

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    Meléndez Valdés: la poesía del siglo

    Ejemplo de esta poesía suave y aparentemente despreocupada es la Oda A Dorila:
    ¡Cómo se van las horas,
    y tras ellas los días
    y los floridos años
    de nuestra frágil vida!
    La vejez luego viene,
    del amor enemiga,
    y entre fúnebres sombras
    la muerte se avecina,
    que escuálida y temblando,
    fea, informe, amarilla,
    nos aterra, y apaga
    nuestros fuegos y dichas.
    El cuerpo se entorpece,
    los ayes nos fatigan,
    nos huyen los placeres
    y deja la alegría.
    Si esto, pues, nos aguarda,
    ¿para qué, mi Dorila,
    son los floridos años
    de nuestra frágil vida?
    Para juegos y bailes
    y cantares y risas
    nos los dieron los cielos,
    las Gracias los destinan.
    Ven ¡ay! ¿qué te detiene?
    Ven, ven, paloma mía,
    debajo de estas parras
    do leve el viento aspira;
    y entre brindis suaves
    y mimosas delicias
    de la niñez gocemos,
    pues vuela tan aprisa. 
    También destacó Meléndez Valdés en lo que se conoce como poesía ilustrada, obras poéticas filosóficas o morales, que tenían como fin difundir las ideas ilustradas y que, en ocasiones, también sirvieron para inaugurar Academias, celebrar aniversarios de reinados, etc., y que se publicaron en distintos medios, aunque fueron impresas frecuentemente para la prensa de la época —como El Censor.
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    Finalmente, y al igual que sucedió con otros autores —como Cadalso o Jovellanos- es también notable la tendencia prerromántica en la última parte de la obra poética de Meléndez Valdés. La naturaleza se acomoda más al estado de ánimo del poeta, al tiempo que los poemas se llenan de imágenes más identificables con el movimiento romántico; así, y describiendo el invierno:
    (...) Porque todo fallece y desolado sin vida ni acción yace. Aquel hojoso árbol, que antes al cielo de verdor coronado se elevaba en pirámide pomposo, hoy ve aterido en lastimado duelo sus galas por el suelo. Las fértiles llanuras, de doradas mieses antes cubiertas, desaparecen en abismos de lluvias inundadas con que soberbios los torrentes crecen. (...)
    Félix de Samaniego y Tomás de Iriarte: la poesía al servicio de la moral y de la educación literaria

    El siglo XVIII ofrece una variante poética cuya originalidad ha ofrecido una tenaz resistencia al paso de los años: las fábulas versificadas de Samaniego y, en forma distinta, las de Iriarte, se vienen editando y reeditando desde hace más de doscientos años, y aún parecen tener cierta vigencia en el mercado (aunque prosificadas generalmente).

    • Tomás de Iriarte (1750-1791) provenía de una conocida familia de escritores y altos funcionarios al servicio de Carlos III. Ascendido también él a un importante puesto público, participa en la conocida tertulia ilustrada de la Fonda de San Sebastián, donde coincide con Fernández de Moratín (padre) y con Cadalso. Escribe numerosas obras teatrales, todas ellas dentro de un riguroso gusto neoclásico, así como poesía lírica, pero su obra más conocida y a la que debe su fama es Fábulas literarias (1782).
      Se trata de una serie de historias protagonizadas por animales, tal y como pedía el género, pero que en vez de contenido moral, contenían unos versos finales con alusiones literarias. Así, en la Fábula XXVVI, El león y el águila, y a propósito de quien no toma partido, finaliza Iriarte: Murciélagos literarios, / que hacéis a pluma y a pelo, / si queréis vivir con todos, / miraos en este espejo.
    • Félix María de Samaniego, (1745-1801) es el otro gran fabulista del siglo. También de familia ilustre, como Iriarte, escribe sus Fábulas morales (1781) para los alumnos del seminario de Vergara, de cuya Sociedad vascongada de amigos del país es participante. Amigo de polémicas y de versos de dudoso gusto, tomó sin embargo los argumentos de otros fabulistas europeos —del francés La Fontaine, sobre todo- para su famoso libro. Enemistado con Iriarte desde que éste publicó sus Fábulas... por entender que se trataba de un plagio, lo cierto es que la intención es muy distinta, puesto que en el caso de Samaniego se trata de una finalidad moral, no literaria, lo que justifica las moralejas de estas cortas historias rimadas. Así sucede en la conocidísima fábula de La cigarra y la hormiga, que finaliza condenando la despreocupada actitud de la cigarra: "¡Hola! ¿conque cantabas / cuando yo andaba al remo? / Pues ahora, que yo como,/ baila, pese a tu cuerpo.
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    El género de la fábula, tal y como lo trataron Iriarte y Samaniego, tenía plena explicación en su tiempo: era una literatura didáctica, sencilla, que conseguía con creces su objetivo, que no era otro que el mostrar el camino recto, honrado y éticamente correcto —sobre todo en el caso de Samaniego- a todos aquellos lectores, generalmente de poca cultura o estudiantes, que se acercaban a su lectura. De otro lado, ambos popularizaron un género que había tenido una larga trayectoria en la literatura española, desde la Edad Media hasta el Siglo de Oro, y del que Samaniego e Iriarte son magníficos continuadores.

    Otros poetas

    Nos interesa aquí ocuparnos de otras firmas poéticas que escriben pasado el medio siglo, puesto que la producción poética anterior a esta fecha es sobre todo continuidad de la del barroco, si no en las formas sí en los contenidos mitológicos y sensuales. La única reseña realmente importante es la de Ignacio de Luzán (1702-1754), autor de una Poética (1737), cuyas normas influirían notablemente en los literatos del siglo dieciocho, tanto en poesía como en teatro.

    Son dos tertulias las que nos apuntan los nombres de conocidos e importantes poetas dieciochescos, todos ellos ilustrados, y que escriben y desarrollan su obra vencida la mitad del siglo. Es el caso de los escritores de la tertulia madrileña de la Fonda de San Sebastián y los conocidos como Grupo de Salamanca.

    • Entre los primeros destacan, ante todo, dos: Nicolás Fernández de Moratín —padre de Leandro, el dramaturgo- y José Cadalso, ya tratado anteriormente por su obra en prosa. Tanto el uno como el otro, y exactamente igual que los poetas más importantes de la época, cultivan con gusto la poesía anacreóntica en todas sus variantes mitológicas y sensuales.
    • Dentro del grupo salmantino vuelve a aparecer Cadalso —omnipresente pese a la cortedad de su vida- y Meléndez Valdés. Como tantos poetas de la Ilustración recorren el mismo camino anacreóntico para acabar rindiendo tributo a una poesía más llana y a veces casi prosificada con el fin de adaptarse al propósito reformador e ilustrado de lo que se ha dado en llamar poesía neoclásica. Esta poesía, también conocida como ilustrada, se vincula con frecuencia a discursos en Sociedades de amigos del país, Academias, premios literarios, etc.
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    En este paso de la poesía anacreóntica a la ilustrada —que no fue tal, porque la primera siguió cultivándose en las primeras décadas del siglo XIX- tuvo una importancia enorme el influjo de la gran figura ilustrada de la época: Jovellanos. Presente bien físicamente o por amistad en ambas tertulias o grupos literarios, el mejor prosista del siglo fue también poeta de primer orden, y suya es la sugerencia hecha —en forma de Epístola- en el tercer cuarto de la centuria sugiriendo a los salmantinos la transición hacia una poesía más acorde con las nuevas inquietudes sociales, más pedagógica y de contenido didáctico. Y sin embargo ello no fue excusa para que él mismo, en su Epístola del Paular, anteceda otros nuevos tiempos para una poesía más íntima, personal y con un tratamiento de la Naturaleza cercano al de la una nueva sensibilidad, la romántica. Es en estas Epístolas donde se encuentra el mejor poeta que fue Jovellanos, hombre universal, de gran cultura y talento, y que siempre fue un referente para los intelectuales del setecientos.
    El teatro ilustrado: educación pública para todos

    El teatro constituyó para los ilustrados el objetivo más importante de su reforma, y el que ofrecía, en principio, mayores oportunidades para educar al pueblo. Era el espectáculo, junto con los toros, más popular, y a los estrenos de las distintas obras acudía un público entregado y enfervorecido, deseoso de novedades cada temporada y que llenaba los recintos que, aún no numerosos, se hallaban en las principales ciudades españolas. Madrid, con sus dos teatros estables —el de la Cruz y el del Príncipe- era el centro teatral del país.

    Las obras de mayor éxito durante una gran parte del siglo XVIII —no siempre las de más calidad- eran las comedias y dramas barrocos que habían degenerado en comedias de santos y mágicas —con la magia o hechos sobrenaturales como
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    protagonistas-, de figurón —con tipos cómicos característicos-, tragedias históricas, obras de tema militar, autos sacramentales —que se representaban en navidad, semana santa o el Corpus-, etc. Lo más apreciado de estas obras era el espectáculo que hoy llamaríamos de efectos especiales, con apariciones y desapariciones de actores y decorados, movimientos militares en escena, con abundantes cuadros de acción en el escenario en los que no faltaba la pólvora para simular el fuego real de fusilería y otros disparatados recursos —a juicio de los ilustrados- que entusiasmaban al público.

    En este contexto, los intentos de renovar este teatro y llevar a los recintos comedias o dramas de calidad, con buenos argumentos y diálogos que fuesen útiles al público fueron pocos y mal recibidos. Sólo a partir de los años setenta del siglo, y con el apoyo de la Corona y sus representantes, comienzan a aparecer obras que siguen las normas del teatro neoclásico, que podrían resumirse en la llamada regla de las tres unidades (de origen clásico, y que habían dejado de seguirse desde la época de Lope):

    • Unidad de acción: sólo sucede una historia sobre el escenario.
    • Unidad de lugar: el argumento sucede en un único lugar.
    • Unidad de tiempo: la obra debía abarcar el transcurso de un día como máximo.

    A estas reglas habría que sumarle la presencia de pocos actores —para no distraer la atención del espectador- y, si era posible, eliminar las piezas breves de carácter costumbrista que se solían representar en los intermedios —los sainetes, alguno de cuyos autores, como Ramón de la Cruz, era extraordinariamente popular.

    Leandro Fernández de Moratín

    Leandro Fernández de Moratín (1760-1828) fue el único autor ilustrado, realmente de éxito, que consiguió llevar a escena el ideal dramático del siglo de un teatro que educase, que combatiese las creencias erróneas populares, y que erradicase las costumbres anticuadas o perjudiciales para el conjunto de la sociedad. A ello habría que añadir una evidente intención moral, crítica hacia unas élites (la nobleza) que habían abandonado sus obligaciones, de firmes convicciones religiosas no enfrentadas con la modernidad y, en fin, la apuesta decidida por un comportamiento personal ético y responsable, ciudadano en el sentido ilustrado.
    Nació nuestro autor en Madrid, hijo de Nicolás Fernández de Moratín, uno de los escritores más activos de la ilustración española, habitual de la tertulia de la fonda de San Sebastián y conocedor de las nuevas ideas del siglo. A diferencia de otros intelectuales ilustrados, no gozó nunca de una buena posición económica, y siempre dependió de las pensiones ofrecidas desde el gobierno y de los amigos poderosos como Jovellanos. Por motivos de esta clase viajó por Europa con distintos cargos secundarios. En París en 1792 tuvo la oportunidad de conocer en persona los desórdenes de la Revolución Francesa, lo cual le hizo afirmarse aún más en su ideología política moderada y reformadora, pero no revolucionaria. Aceptó la dirección, ofrecida por José Bonaparte, de la Biblioteca Real, por lo que tuvo que afrontar las acusaciones de colaboracionista y afrancesado al acabar la Guerra de la Independencia. Viaja a Francia intermitentemente por distintos motivos. Muere en París en 1828.

    Entre la producción literaria de Moratín, que cultivó todos los géneros, destacan, especialmente, dos comedias: La comedia nueva o el café (1792) y El sí de las niñas (1806). En la primera de ellas la crítica se dirige hacia los que escriben tragedias en el más puro estilo barroco siguiendo los gustos populares, mientras que en la segunda la preocupación social y didáctica del autor se enfoca hacia una de las costumbres, a su juicio, más perjudiciales, humillantes y negativas para la sociedad del momento: los matrimonios de conveniencia de muchachas muy jóvenes con hombres mayores e incluso ancianos. La obra está escrita en prosa —al igual que La comedia nueva...-, y destaca el magistral tratamiento de los personajes. Desde un principio obtuvo un éxito rotundo.

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    Leandro Fernández de Moratín: El sí de las niñas

    El argumento trata del matrimonio convenido entre Francisca —una hermosa joven- y Don Diego, un hombre ya mayor. Doña Irene, madre de Francisca, desea así mejorar su posición social. Don Carlos, un valiente joven y sobrino de Don Diego, es el auténtico amor de la muchacha. La obra se resolverá felizmente gracias a la generosidad y comprensión de Don Diego:

    D. Diego él [refiriéndose a D. Carlos] y su hija de usted [Doña Irene] estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño... Esto resulta del abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece, y éstas son las seguridades que dan los padres (...), y esto es lo que se debe fiar en el sí de las niñas... Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba... ¡Ay de aquellos que lo saben tarde!

    La excelente comedia de Moratín se sitúa ya en los albores del Romanticismo y al borde de la Guerra de la Independencia, que cerrará el Antiguo Régimen. Su obra es posiblemente el último intento ilustrado consciente de querer acabar con ciertas costumbres, usos y gustos. Se cierra así un siglo de intentos reformistas, siempre moderados, muchas veces abanderados por la misma Corona, otras veces perseguidos hasta el exilio por el miedo al contagio de la revolución de la vecina Francia. En cualquier caso, debemos a este siglo y sus autores mucho de lo que somos, bastante de lo que pensamos, y el deseo compartido, hasta no hace muchos años, de normalizar los hábitos y las costumbres de nuestro país con los europeos. Podríamos decir, con justicia, que estos escritores son nuestros contemporáneos.





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    La Real Academia Española

    De entre todas las instituciones académicas creadas durante el siglo XVIII destaca, por su trascendencia para nosotros, la Real Academia Española de la Lengua. Su origen se encuentra en las reuniones que mantenían desde 1711 un grupo de amigos en Madrid en el palacio del marqués de Villena —Juan Manuel Fernández Pacheco-, y que encontraron como motivo de reunión y objetivo principal de la tertulia —algo característicamente ilustrado- elaborar un diccionario para "(...) calificar la energía y elegancia de la Lengua, así para el uso de extranjeros, como para curiosidad de la Nación: y sobre todo para su mayor aplauso y gloria, porque es común vanidad de todas hacer pública la vivacidad y pureza de su Lengua”. El impulso respondía a la consideración dieciochesca de que la Lengua castellana había adquirido su mayor grado de madurez y pureza durante el XVI, y se había acabado de afirmar durante el XVII. A la Academia le correspondía ahora, como indicaría su lema, "limpiar”, "fijar” y "dar esplendor” a las palabras del español.

    Este empeño se vio recompensado con el reconocimiento, en 1713, de la protección real. Nombrado primer presidente de la Real Academia Fernández Pacheco, éste nombró a 24 académicos que se encargarían de elaborar el Diccionario. Para ello, Pacheco propuso partir de ciento diez autores reconocidos desde la Edad Media, de cuya obra se obtendrían las voces del diccionario. A ellas se añadirían otras procedentes de romances, poesía popular, refranes y proverbios, etc., más las definiciones de términos científicos. Sorprende hoy en día la amplitud de criterio de los académicos, que no dudaron en incorporar los autores más importantes del desprestigiado Barroco español —Góngora y Quevedo entre otros- o La Celestina.

    En 1726 se publicó el primer tomo del Diccionario, apellidado de autoridades al incorporar un ejemplo de uso de cada palabra en la obra de un autor reconocido. En 1739 acabó de publicarse el ¿ltimo tomo, pronto seguido de una Ortografía (1742), y más tarde de una Gramática (1771) que pasó a usarse frecuentemente en las escuelas primarias.

    La Real Academia, en la actualidad, tiene su sede en la calle Felipe IV de Madrid, en un edificio inaugurado para este fin en 1894. Del antiguo palacio del marqués de Villena, primer lugar de reunión de los académicos, sólo queda la ostentosa fachada en la Plaza de las Descalzas de Madrid.