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Plan de viaje > San Agustín

San Agustín I Santo Tomás de Aquino I Guillermo de Ockam I Maquiavelo I
 

La obra de San Agustín de Hipona supone la primera gran síntesis entre el cristianismo y la filosofía platónica. Aunque inspirado por la fe, el pensamiento de San Agustín dominará el panorama filosófico cristiano hasta la aparición de la filosofía tomista, ejerciendo un influjo considerable en la práctica totalidad de pensadores cristianos durante siglos.

En Agustín, razón y fe se complementan mutuamente y constituyen la sabiduría cristiana. San Agustín no busca la verdad de la ciencia, sino de la sabiduría, para solucionar el problema del hombre. Toda su filosofía tiene un cariz moral y religioso, y constituye una dialéctica de conocimiento y amor. Siendo la comprensión de la verdad revelada un objetivo fundamental del conocimiento humano, no hallamos en San Agustín una delimitación estricta entre el campo de la fe y el de la razón.

Llamado por algunos el último sabio antiguo y el primer hombre moderno, San Agustín tuvo la genialidad de señalar una nueva dimensión del hombre: la intimidad, donde descubre a Dios. Dos notas caracterizan su existencia: su autenticidad en el obrar -consecuente con sus convicciones en cada momento de su vida-, y su apasionado amor a la verdad.

El punto de partida hacia la verdad no está en el exterior, en el conocimiento sensible, sino en la intimidad de la conciencia. La verdad es algo inteligible, inmutable, eterno y necesario; las ideas verdaderas las halla la razón cuando se trasciende a sí misma. Por consiguiente, las ideas sólo pueden estar en Dios como arquetipos o modelos de los seres creados. Es Dios, en tanto que Logos, el lugar de las ideas-modelos de toda esencia mutable. El alma en su parte superior, la mente, conoce las verdades no por medio de la abstracción de las formas sensibles, sino mediante una visión o intuición intelectual. Por consiguiente, las ideas, que están en Dios y son los arquetipos o modelos inmutables de realidades mutables, son conocidas por el hombre mediante una iluminación. Dicha iluminación, mediante la cual la verdad se irradia desde Dios sobre el espíritu del hombre, no consiste en una iluminación sobrenatural, ni en una revelación, sino que se trata de algo natural.

Para San Agustín, la esencia de la verdad es Dios: La verdad, en sentido propio y absoluto, no consiste en la adecuación o semejanza entre el pensamiento y la realidad. Ésa sería la definición de verdad gnoseológica (o lógica), formulada por Aristóteles, que nuestro filósofo conoce y asume en su punto de partida. Sin embargo, esta acepción será posteriormente relegada a un segundo término para destacar, en toda su luminosidad, lo que propiamente considera como el fundamento de la verdad: las ideas y razones eternas en el espíritu de Dios. La verdad coincide con ellas, y ellas, las rationes, ideae, species aeternae, son las que constituyen el auténtico ser y esencia de la verdad. Y puesto que estas ideas son de Dios, puede decir que Dios es la verdad.

Puesto que existe la verdad y Dios es su fundamento, luego Dios existe. Éste es, en síntesis, el argumento gnoseológico en el que San Agustín concluye la existencia de Dios como consecuencia inmediata de su teoría del conocimiento. Que Dios existe lo demuestra no sólo la existencia de ideas necesarias y universales en nuestras mentes, sino también el orden y contingencia de lo creado, así como la creencia o consentimiento universal entre todas las gentes. No obstante, debemos tener en cuenta que la intención primordial de Agustín no es demostrar la existencia de Dios, sino más bien comunicar la religación u orientación de la creación en general, y del alma humana en particular, hacia Dios.

Un elemento nuclear de la metafísica agustiniana sobre Dios es el "ejemplarismo", que muestra la importante influencia neoplatónica de su teología: San Agustín hace residir las ideas eternas en el Verbo divino, segunda persona de la Santa Trinidad. Dios ha creado libremente el mundo por medio de su Verbo, según las ideas ejemplares existentes en Él. El mundo es, pues, un reflejo de las ideas divinas. Las cosas son lo que son en cuanto constituyen la realización de dichas ideas, y la verdad de las cosas consiste en su conformidad con ellas.

En contra del emanantismo neoplatónico, Agustín afirma que el mundo ha sido creado no por necesidad, sino libremente y de la nada. Todo fue creado de una sola vez, por tanto todos los cuerpos que existieron, que existen y que existirán, se hallan en potencia desde el principio; su desarrollo posterior, en el tiempo, se debe a los principios activos (razones seminales), que Agustín toma de los estoicos y que son el motor de la evolución, siempre que se den las condiciones apropiadas, puestas al servicio de los planes de Dios. Por otra parte, el mundo no ha sido creado en el tiempo, sino con el tiempo. Es decir, son las realidades creadas las que dan sentido al tiempo. El tiempo sería simplemente conciencia del tiempo, pues no existe para aquellos seres que carecen de materia y de extensión.

El alma es inmaterial e inmortal. Hecha a imagen de Dios, es reflejo de la Trinidad en sus tres facultades: memoria, entendimiento y voluntad. Agustín defiende la unidad del alma con el cuerpo, pero no admite que se trate de fusión. Tampoco el alma está en el cuerpo como cautiva o castigada, pues es ella, precisamente, quien rige, orienta y vivifica el sustrato corporal. Respecto al origen individual del alma, en algún momento defiende una especie de traducianismo (preocupado por el afán de salvaguardar la doctrina del pecado original), pero más parece inclinarse hacia el creacionismo (creación individual de cada una de las almas).

Agustín supera el maniqueísmo al concebir el mal como la privación de una perfección o bien debidos. El mal moral es uno de los riesgos que comporta el ejercicio del libre albedrío propio del hombre cuando su voluntad está privada del orden debido. San Agustín puso de relieve la esencial significación de la voluntad y del amor en la conducta concreta y en la vida moral del hombre.

El sentido de la historia nos lo presenta Agustín en su escrito apologético La ciudad de Dios, que llegó a ser su obra más conocida pues en ella vertió su filosofía moral y su doctrina sobre la felicidad.

A partir de San Agustín, el platonismo quedó adherido durante siglos al cristianismo, ya que no hay Santo Padre de la Iglesia católica, griego o latino, que haya ejercido una influencia tan decisiva y que haya gozado de tanta autoridad como San Agustín en los siglos posteriores