3. De todas formas, sà que podemos encontrar dentro del proyecto invocado por la Modernidad matices nuevos y comunes a los pensadores de los siglos XIX y XX, que harán que su reflexión filosófica tenga, dentro de lo común de la Modernidad, algunos aires nuevos, si se puede hablar asÃ. Enumeramos algunos de ellos, conscientes de dejarnos fuera algunos otros:
d) La muerte o la ignorancia de Dios. Se ha dicho que el siglo XIX ha sido el siglo de la muerte de Dios, el siglo del ateÃsmo. Es cierto que el ideal ilustrado de procesar al cristianismo concluyó con el intento de eliminación de la actitud religiosa dentro del hombre. El siglo XIX fue un siglo de lucha encarnizada contra todo lo que llevara el nombre de Dios o algo parecido. En el siglo XX se han matizado las posiciones y se ha optado por la ignorancia -la ausencia de Dios-; debida, quizás, a esa consciencia, expresada magistralmente por Chesterton en La esfera y la cruz, de que el ateo y el teÃsta tenÃan en común estar siempre obsesionados con la idea de Dios.
El hombre del siglo XX, en general, se caracteriza por el ateÃsmo práctico, vital, no teórico. Pero, curiosamente, el problema religioso y metafÃsico sigue presente aunque se intente vivir al margen, instalarse plenamente en la finitud. Prueba de ello son el surgimiento de nuevas espiritualidades, la mirada a las espiritualidades orientales –muchas de ellas occidentalizadas- o el crecimiento de la superstición. (Pensemos en el muy rentable negocio de las lÃneas telefónicas de tarot).
e) La muerte del hombre. El siglo XX ha sido reivindicado como el siglo de la muerte del hombre. A esta afirmación se le pueden dar sentidos diversos pero es un hecho que el hombre del XX sigue siendo un hombre en crisis y su crisis en más manifiesta, aunque menos reconocida, que la del siglo XIX. Es cierto que los existencialismos pusieron de manifiesto esta situación crÃtica, pero no menos cierto que la postmodernidad, que no es más que un reflejo en el pensamiento de la situación real del hombre de nuestro tiempo, intenta maquillar continuamente nuestra situación crÃtica. Nuestro nihilismo ya no es ni pasivo, ni activo es, simplemente, nihilismo maquillado de alegrÃa superflua: de goce, que no de gozo.