¿Qué es la Filosofía Contemporánea?
Rasgos comunes
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EL Positivismo
Nietzsche y Dilthey
 

Rasgos comunes

3. De todas formas, sí que podemos encontrar dentro del proyecto invocado por la Modernidad matices nuevos y comunes a los pensadores de los siglos XIX y XX, que harán que su reflexión filosófica tenga, dentro de lo común de la Modernidad, algunos aires nuevos, si se puede hablar así. Enumeramos algunos de ellos, conscientes de dejarnos fuera algunos otros:

a) Relación amor-odio frente al proyecto de la Modernidad. Indiscutiblemente el proyecto establecido por la Modernidad y explicitado por la Ilustración constituye el suelo nutricio que alimenta a todo pensador de los siglos XIX y XX e incluso del recién estrenado XXI. Pero este proyecto, a la hora de su aplicación, ha tenido serios defectos; lo que ha hecho que, frente a él, surgieran consideraciones críticas que no son más, y quizás ésta sea una afirmación fuerte, que intentos de solucionar los problemas. Es decir, variaciones dentro del proyecto de la Modernidad pero no más que eso.

¿En qué han consistido esas reivindicaciones?

- Tomar conciencia de que el poder omnímodo de la razón ha llegado a ignorar o a no dar la importancia debida a la dimensión sentimental del ser humano. Así, ésta fue una de las reivindicaciones del romanticismo, de los vitalismos y de la postmodernidad, entre otros. El resultado, en ocasiones ha sido pendular pasando desde una atrofia del sentimiento en favor de la razón a una hipertrofia del primero a costa de la segunda. Pero, en el fondo, los ideales se han mantenido prácticamente incólumes.

- La acentuación de la distinción vida pública-vida privada mantenida por la Modernidad y puesta de relieve por Kant en su escrito “¿Qué es la Ilustración?”. ¿Por qué acentuación? Porque ha servido para introducir el sentimiento sin renunciar a la razón. El ámbito racional, entendido exclusivamente desde las ciencias empíricas, se identificaría con la vida pública -aquí tendríamos mucho que matizar- y el del sentimiento, reservado a lo que Hume denominaba creencias, sería el propio de la vida privada.

b) La influencia del desarrollo tecnocientífico. El siglo XIX podríamos decir que ha sido el gran siglo de las ciencias empíricas. En este siglo empiezan a surgir como tales las grandes ciencias y la aplicación de los resultados de sus investigaciones a la vida cotidiana. La vida de los hombres del XIX –y no digamos la de los del XX- cambia de la noche a la mañana. (Pensemos aunque sólo sea en la luz eléctrica). Este cambio hace que se vea a la Ciencia (empírica) como la única ciencia (conocimiento verdadero) posible que puede llevarnos por las sendas del progreso ilimitado –uno de los grandes ideales del proyecto de la Modernidad-. Consecuencia de esta actitud ha sido la instauración de la mentalidad cientificista como estructura vital del hombre del XIX y del XX. Es verdad que el propio desarrollo tecnocientífico ha creado sus monstruos –la cámara de gas o la bomba atómica, por ejemplo- y que han surgido críticas contra las dimensiones inhumanas y antihumanas de dicho progreso pero, en lo básico, seguimos siendo profundamente cientificistas.

c) La mentalidad pragmatista. El criterio de utilidad es el único criterio válido. El hombre contemporáneo brama continuamente: ¿para qué sirve? Esta mentalidad está tan asentada que se busca el rédito de todo. Sin embargo, coexiste con la apreciación de que hay realidades que no sirven para nada –por ejemplo, el ser humano-. Así, surge una profunda paradoja en el seno del hombre contemporáneo: ¿cómo aunar el criterio pragmatista con la percepción de que hay realidades que tienen un valor absoluto? Dicho de otra forma: ¿cómo casar dicho criterio con lo expuesto, por ejemplo, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos? (La cuestión está ahí y una de dos: o lleva a distinguir los ámbitos a los que se puede aplicar el pragmatismo como criterio válido de aquellos a los que no se puede aplicar o lleva a extender este criterio hasta el límite de que, como llegan algunos a decir, el valor absoluto de, por ejemplo, lo expresado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos no es más que fruto de la voluntad mayoritaria –criterio pragmático-).

d) La muerte o la ignorancia de Dios. Se ha dicho que el siglo XIX ha sido el siglo de la muerte de Dios, el siglo del ateísmo. Es cierto que el ideal ilustrado de procesar al cristianismo concluyó con el intento de eliminación de la actitud religiosa dentro del hombre. El siglo XIX fue un siglo de lucha encarnizada contra todo lo que llevara el nombre de Dios o algo parecido. En el siglo XX se han matizado las posiciones y se ha optado por la ignorancia -la ausencia de Dios-; debida, quizás, a esa consciencia, expresada magistralmente por Chesterton en La esfera y la cruz, de que el ateo y el teísta tenían en común estar siempre obsesionados con la idea de Dios.

El hombre del siglo XX, en general, se caracteriza por el ateísmo práctico, vital, no teórico. Pero, curiosamente, el problema religioso y metafísico sigue presente aunque se intente vivir al margen, instalarse plenamente en la finitud. Prueba de ello son el surgimiento de nuevas espiritualidades, la mirada a las espiritualidades orientales –muchas de ellas occidentalizadas- o el crecimiento de la superstición. (Pensemos en el muy rentable negocio de las líneas telefónicas de tarot).

e) La muerte del hombre. El siglo XX ha sido reivindicado como el siglo de la muerte del hombre. A esta afirmación se le pueden dar sentidos diversos pero es un hecho que el hombre del XX sigue siendo un hombre en crisis y su crisis en más manifiesta, aunque menos reconocida, que la del siglo XIX. Es cierto que los existencialismos pusieron de manifiesto esta situación crítica, pero no menos cierto que la postmodernidad, que no es más que un reflejo en el pensamiento de la situación real del hombre de nuestro tiempo, intenta maquillar continuamente nuestra situación crítica. Nuestro nihilismo ya no es ni pasivo, ni activo es, simplemente, nihilismo maquillado de alegría superflua: de goce, que no de gozo.

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