Si bien a lo largo de la extensísima Edad Media se puede hablar de la noción de
persona, difícilmente se puede mencionar la palabra ciudadano, ya que el Feudalismo
se instauraba sobre nuevas bases que implicaban la desaparición de ese concepto y
el advenimiento de un sistema social constituido por siervos, vasallos y señores.
En los Imperios y las monarquías absolutas que predominan bajo el sistema feudal
la mayoría de las personas adquieren la condición de súbditos, palabra derivada
del latín que significa sometido, esto es, se encontraban sometidos bajo la autoridad
del emperador, el rey, los nobles y el clero.
Bajo el sistema feudal y conforme a la estructura del poder terrenal los siervos
y los vasallos eran súbditos de la nobleza, que a su vez era súbdita del rey o
emperador. Al mismo tiempo, con respecto al poder espiritual, los siervos, vasallos
y nobles eran súbditos de los representantes de Dios en la tierra, esto es, del
clero, que a su vez servían al Papa o máximo pontífice. Esa doble sumisión, por
un lado a la nobleza y por otro lado al clero, llevó a ciertos litigios entre los
Papas y los reyes o Emperadores, ya que no estaba claro si el Emperador se sometía
al Papa o viceversa. A tal controversia se la denominó la polémica de las dos espadas
o de los dos poderes. Nunca llegó a solucionarse del todo, ya que esa polémica se
retrotraía a las palabras de Jesús de Nazaret: "dad a Dios lo que es de Dios y al
César lo que es del César" (Marcos 12.13-17; Mateo 22.15-22; Lucas 20.20-26).
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San Agustín,
ya en el s.V d.C., ofreció una resolución del problema, al defender la coexistencia de dos
ciudades, la ciudad terrenal por un lado y la ciudad de Dios por otro, donde habitarían,
respectivamente, los súbditos del cuerpo y los súbditos del alma. Para el santo el hombre
está hecho a imagen y semejanza de Dios, es, dicho en latín, imago dei, contando por tanto
en él de una parte divina y otra animal, siendo la divina aquella que podemos identificar
como lo mejor de la racionalidad, a lo que Agustín llamará mente. El ciudadano es siervo
de Dios y siervo de los hombres pero pertenecerá más a la ciudad de Dios que a las ciudades
de los hombres en la medida en que se espiritualice alejándose de lo material y lo corporal.
Las huellas de las teorías de Platón, esto es, del platonismo, se encuentran en toda la
cristianización de su pensamiento por parte de San Agustín. Esta época, la Alta Edad Media
está vinculada al triunfo del cristianismo sobre el paganismo, al sistema feudal y en ella
comienzan a surgir las órdenes monásticas, las Iglesias románicas son una muestra del
espíritu de la época, reservado, rígido y duro. Por eso Agustín indica que la verdad, y con
ella la verdadera ética a seguir por el individuo habita en el interior del alma, donde el
hombre puede hallar la iluminación y saber por tanto cómo debe conducirse y comportarse en
este mundo para salvarse y ser elegido en el otro.
Los elegidos son aquellos que son guiados por la providencia desde la confusión de la
ciudad terrena hasta la claridad de la ciudad de Dios. Fue un lema agustiniano el que
indicó como necesario tanto creer para entender como el entender para creer, de modo que
razón y fe se mostrarían ya como dos vías que se dirigen hacia el mismo fin: la beatitud
del hombre, la realización de la buena persona. Con ello el ideal del santo cristiano
sustituye al del sabio griego y la sabiduría queda secundariamente relegada a conocer el
camino del bien con ayuda de las Escrituras reveladas, es decir, del Nuevo Testamento -cuyo
canon terminaba en esa época de fijarse- y con ayuda de la fe, la cual tiene que servir de
luz guía o faro a la simple y llana razón, para que ésta pueda encontrar la verdad y saber
cómo ser buena.
Muchos siglos más tarde de la propuesta de San Agustín, ya en un siglo XIII d.C.,
en una Baja Edad Media imbuida de aristotelismo,
Santo Tomás de Aquino,
ofrecerá la posibilidad de que hubiese asuntos mundanos de los que se pudieran
ocupar los hombres y cuestiones de fe sobre las que sólo podrían pronunciarse los
poderes eclesiásticos. La razón adquiere plena autonomía en aquellos aspectos en
los que la fe no se pronuncia, sin embargo, tiene forzosamente que coincidir, con
aquellos asuntos sobre los cuales se pronuncia la fe.
A pesar de la preexistencia de la polémica de las dos espadas, el cristianismo,
sin embargo, había extendido la noción de universalidad y desde hacía mucho tiempo
había comenzado a declarar la igualdad de todas las personas ante Dios su creador.
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